domingo, 24 de julio de 2016

El conejo

Esto es muuuuy distinto a lo que publico usualmente, es un relato, pero no es ficción. Es algo que me paso hace muchos años cuando era chica y estaba de vacaciones visitando a mis familiares tucumanos, y me acordé hace poco. Sentí la necesidad de escribir, y sentí la necesidad de escribir sobre esto. No sé porque, de todas las cosas, quise escribir sobre esto, pero lo hice. Teniendo en cuenta la hora, puede que haya alguna incongruencia en el relato (me disculpo de antemano si la hay). 

El conejo


A veces, de repente, recuerdo cosas de hace demasiado tiempo. Cosas que no había rememorado en años, eventos aplastados por pilas de nuevos recuerdos, sucesos devorados por el tiempo.

El otro día, recordé a una amiga de mi infancia en la que no había pensado en años, una nena que se parecía demasiado a mi, una amiga a la que se la llevo primero la distancia, y luego el tiempo.

Y hace poco, me acordé de un conejo.

No cualquier conejo, sino un conejo en especial. Un conejo blanco como las nubes, un conejo de ojos rojos, un conejo que no era mio.

Un conejo que enterré.

Lo recordé de repente, un suceso de hace ¿ocho, nueve años? Ni siquiera recuerdo el año exacto.

Ni siquiera recuerdo como se llamaba.

Puedo estar equivocada, pero creo que fue el primer conejo que alcé en mi vida, corta en ese entonces, y corta todavía ahora.

Era el conejo de mis primos hermanos de Tucumán, provincia natal de mis padres y lugar que visito casi todos los años. Era su nueva mascota, lo tenían desde hace pocos meses. Lo recuerdo, recuerdo la suavidad de su pelaje, y recuerdo sentir sus costillas debajo de ese pelaje cuando lo alcé. Si me esfuerzo mucho, mucho, hasta creo poder recordar su respiración, pero puede que solo me lo este imaginando.

A la yo de hace años le gustaba mucho ese conejo, le gustaba como contrastaba con los perros, gatos y gallinas, le gustaba como saltaba libre por el patio, por la cancha de fútbol de mis abuelos, como desaparecía entre las cañas de azúcar y reaparecía a los pocos minutos. Le gustaba cuando comía su lechuga, y le gustaba aún más darle de comer su lechuga.

A la yo de ahora, que lo recordó casi de la nada, también le gustaba ese conejo.

Me acuerdo de la última vez que lo vi con vida.

Los últimos rayos de luz se habían perdido detrás de los cerros, y yo estaba cerca de la cancha. Estaba jugando a un juego que ya olvidé, sola, cuando lo vi, a lo lejos. Era el conejo, saltando por la cancha, como lo había visto hacerlo. Desapareciendo entre las cañas, como lo había visto hacerlo. 

Lo vi en silencio, sin pensar que ya no lo vería hacer nada más.

Al día siguiente, mis primos no podían encontrar al conejo por ningún lado. 

Pero su paradero no fue un misterio por mucho tiempo. Estaba al costado de la calle, atropellado.

Muerto.

Me lo dijo mi primo, con el que solo me llevo un par de meses de edad. Volvía de la escuela (porque las  vacaciones de invierno tucumanas no coinciden con las bonaerenses), y me lo dijo como si nada. Estaba apenado, pero lo dijo como si no fuera la gran cosa. "Sí, el conejo murió, lo chocaron, que mal, pero no para llorar". Yo asentí, y dije algo, pero no logró recordar que. Lo que si recuerdo fue preguntar si sabían quien había sido, y creo que recibí como respuesta que no, que no lo sabían. Nos despedimos y el siguió el corto camino que hay desde la casa de mis abuelos (que también son los suyos) hasta su casa.

Me aguante las lágrimas hasta que se perdió de mi vista. 

Era triste, estaba triste, porque un conejo blanco con ojos rojos que comía lechuga y no debía tener más de un año había sido atropellado por un vehículo desconocido y había muerto, solo, a la intemperie, solo, en un fría noche de invierno.

Solo.

Esa misma tarde lo enterramos. Eramos cinco, mis tres primos, mi tía y yo. O puede que fuéramos más, creo que mi hermana también estuvo, pero por más que intento, no la recuerdo allí.

Hicimos una carta con un dibujo; en la carta le dijimos nuestras últimas palabras; en el dibujo, estaba él, blanco y peludo, en la cancha, comiendo lechuga.

Recuerdo a mi prima mayor, aún más mayor que mi hermana, la recuerdo acariciando el cuerpo del conejo, envuelto en una manta, esperando a que termináramos. Recuerdo que parecía dormido, y no notabas nada extraño en él hasta que te dabas cuenta de sus costillas aplastadas. 

Me acuerdo de mi tía cavando, me acuerdo de cuando depositaron al conejo en su última morada, me acuerdo cuando leyeron la carta, en la que decíamos que lo íbamos a extrañar y que ahora iba a comer y saltar en el Cielo, y luego la tiraron dentro de la tumba recién cavada, me acuerdo cuando mi prima también tiro un pedazo de lechuga. Me acuerdo de cuando la volvieron a tapar, y me acuerdo de las piedras que pusimos para indicar dónde estaba la tumba.

Recuerdo la cruz improvisada que hicimos, dos palos atados con un hilo de tejer.

Recuerdo y me acuerdo de todo eso, pero al nombre del conejo me lo olvidé. Era un nombre normal, corriente. 

Y lo olvidé.

También recuerdo que el siguiente año me dijeron que cuando el río subió e inundo todo a su paso, se llevo la cruz de la tumba.

Todo eso me acordé el otro día, de la nada, de repente. 

Me acordé del conejo. Me acordé de la lechuga, y del entierro, y de las piedras, y de la cruz. 

Pero no me acordé de su nombre.




(Para Flor, que logró darme ganas de escribir algo de nuevo)


Ayyyy, como extrañaba escribir algo largo. Gracias por leer, si recuerdo el nombre del conejo les aviso. Nos estaremos viendo.

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